Ni el texto, ni la práctica, ni la emergencia: nada justifica los jueces en comisión

Sebastián Guidi continúa el debate que empezó en 'En Disidencia'

En diciembre de 2015, cuando la cláusula de los “nombramientos en comisión” fue reanimada desde su prolongado letargo, la sorpresa fue tal que la academia jurídica no tuvo a mano un tratamiento sofisticado del tema. En lo que pareció más producto de la indecisión que de la convicción, se formó un consenso relativamente veloz acerca de que se había tratado de un error político pero no necesariamente jurídico. Esta vez, ay, no tenemos excusa: el gobierno viene amenazando hace meses con nombrar jueces en comisión si el Senado no le otorga los acuerdos que busca. Esta vez deberemos opinar.

En esta pieza breve (sucesora de una más exploratoria que publiqué en otro lugar) me propongo defender la postura de que la constitución reformada en 1994 no permite los nombramientos en comisión para cargos judiciales. Su propia naturaleza precaria los vuelve incompatibles con la seguridad en el cargo que la función exige: ¿cómo fallar con tranquilidad de espíritu mientras se aguarda que la política decida si nos mantiene en el cargo o no?

En la primera parte, explicaré que es el texto de la Constitución el que me hace concluir que los nombramientos de jueces en comisión son inconstitucionales. En esto me diferencio de la que -creo- es la postura predominante, que parece haber asumido con cierta resignación que el texto permite estos nombramientos y que no hay nada que hacer: mostraré que es claro que el texto no los permite.

Las otras dos partes están destinadas a contestar objeciones. La segunda parte examinará la antigua práctica de los nombramientos en comisión para mostrar que, tanto por razones metodológicas como empíricas, no es un justificativo para los nombramientos en comisión actuales. La tercera parte contestará el argumento que ha pretendido que los nombramientos en comisión serán necesarios para evitar la tragedia de una Corte de tres miembros.

Si logro convencer a mis pares, 2025 encontrará a la academia jurídica con las respuestas que no tenía en 2015: ni el texto, ni la práctica ni la emergencia justifican los nombramientos de jueces en comisión.

El texto: “lero, lero, dice empleos”

Parece haberse instalado la idea de que debemos contemplar impotentes el nombramiento en comisión porque es el “texto” de la Constitución el que lo permite sin ambigüedades. Será un sistema inconveniente, nos dicen, pero para cambiarlo debemos reformar la Constitución. Mientras tanto, sólo podemos apelar a la buena voluntad del Presidente para que no use o abuse de la práctica.

Me confieso perplejo por la difusión de esta postura. Leo y releo la Constitución y no veo por qué arrojaría este resultado inexorable y no más bien el contrario. A continuación, entonces, me tomaré algunos párrafos para desarrollar un análisis textual de la Constitución como un todo para ver a qué resultado lleva.

La postura expansiva de los nombramientos en comisión afirma realizar una lectura del significado del art. 99 inc. 19 de la Constitución. Leámoslo:

El Presidente puede llenar las vacantes de los empleos, que requieran el acuerdo del Senado, y que ocurran durante su receso, por medio de nombramientos en comisión que expirarán al fin de la próxima Legislatura.

Los defensores de la postura expansiva nos invitan a rendirnos ante la simplicidad de la cláusula. Los “empleos” que “requieren el acuerdo del Senado” son militares, diplomáticos y jueces. Si el inc. 19 no realiza ninguna distinción, nos dicen, no podemos hacerla nosotros. La norma permitiría, por fuerza, el relleno en comisión de todos los “empleos que requieren el acuerdo del Senado” sin excepciones. Fin de la discusión.

Realmente no entiendo por qué esto sería así. El contexto siempre delimita el significado de las palabras. Es normal que una misma norma use la misma palabra en sentidos diferentes según el contexto. Por ejemplo, en la Constitución, “gobierno” significa a veces la totalidad de los departamentos del Estado (“La Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana federal”) y otras veces significa el Poder Ejecutivo (“El jefe de gabinete de ministros debe… informar de la marcha del gobierno” y el Presidente es el “jefe del gobierno”). Así funcionan los textos. Nada para alarmarse.

También “empleo” es utilizada por la Constitución en varios sentidos diferentes en distintos artículos, con distinta extensión según el contexto en el que lo hace. El artículo 16, por caso, dispone que los habitantes son “admisibles en los empleos sin otra condición que la idoneidad”, en lo que efectivamente parece referir a todos los empleos públicos. El artículo 14 bis consagra la garantía de “estabilidad en el empleo público”, lo que naturalmente no es aplicable a todos los empleos públicos sino a los de carrera burocrática: ningún ministro, subsecretario o diputado ha planteado jamás que su cargo deba gozar de estabilidad. El artículo 36 es relativamente ambiguo, ya que dispone la inhabilitación para ejercer “cargos o empleos públicos”, lo que -si asumimos que las palabras no son redundantes- sugiere que existen “cargos públicos” que no son también “empleos públicos”. El art. 75 inc. 23 habla de la “generación de empleo”, incluyendo la ocupación privada de un modo que no lo hace el resto del articulado. Como se ve, la sola palabra “empleo”, sin otra calificación, no denota con precisión el universo de casos denotados por ella.

El art. 99, al enumerar las facultades del Presidente de la Nación, utiliza varias veces la palabra “empleos” o “empleados”. Veamos por ejemplo el art. 99 inc. 7º, que da al presidente la siguiente atribución:

Nombra y remueve a los embajadores, ministros plenipotenciarios y encargados de negocios con acuerdo del Senado; por sí solo nombra y remueve al jefe de gabinete de ministros y a los demás ministros del despacho, los oficiales de su secretaría, los agentes consulares y los empleados cuyo nombramiento no está reglado de otra forma por esta Constitución.

El Presidente, entonces, nombra y remueve a “los empleados cuyo nombramiento no está reglado de otra forma” por la Constitución. El inciso no aclara que se trate de empleados “de la Administración” como hacía antes de la reforma (y que ahora pasan a ser competencia del Jefe de Gabinete). Sólo dice “empleados”. Imagino que nadie me diría que si el inciso no limita explícitamente a qué “empleados” hace referencia, entonces debe entenderse que se aplica a todos los “empleados” públicos sin distinción y que, por lo tanto, el Presidente puede nombrar asesores del Congreso o secretarios de un juzgado o una fiscalía. Sin embargo, para explicar esta distinción tan intuitiva no veo más remedio que recurrir a un argumento de tipo estructural: sería contrario al sistema de gobierno de la Constitución que el Presidente nombre empleados de otros poderes independientes del Poder Ejecutivo. Me parece relativamente trivial. Jamás escuché a alguien argumentar que si el inc. 7º sólo dice “empleados” no nos cabe a nosotros hacer ninguna distinción, y me sorprendería mucho escucharlo1.

Algo similar ocurre en el inciso 17, según el cual el Presidente:

Puede pedir al jefe de gabinete de ministros y a los jefes de todos los ramos y departamentos de la administración, y por su conducto a los demás empleados, los informes que crea convenientes, y ellos están obligados a darlos.

No creo que nadie me diga que el Presidente puede pedir informes obligatorios a cualquier empleado público, sino -de nuevo- a los del propio Poder Ejecutivo. Otra vez, esto no surge directamente del texto del inciso, sino de su contexto: el Presidente es superior jerárquico de los empleados del Poder Ejecutivo, no de los jueces o diputados. No hacía falta que la Constitución aclarara que sólo a aquellos podría pedirle informes, porque se deriva de la estructura de los departamentos del gobierno y de que los informes deben ser solicitados “por conducto” de los jefes de la administración.

De este modo, todas las otras veces que el art. 99 utiliza la palabra “empleos” o “empleados” lo hace, inequívocamente, para referirse a “empleados del Ejecutivo”. Lo hace en los incisos 7º y 17 ya mencionados, y también lo hace en el inciso 13 al referirse a los “empleos” militares. En cambio, cuando se refiere al nombramiento de jueces, el art. 99 no utiliza la palabra “empleo” (aunque, de nuevo, esto no significa que los cargos judiciales no sean “empleos” en el sentido de otros artículos de la Constitución, como el 16 o el 110).

Volviendo a nuestra pregunta, ¿los “empleos” del inc. 19 son los “empleos” del resto del art. 99 (es decir, empleos del Ejecutivo) o cualquier tipo de empleo siempre y cuando “requiera acuerdo del Senado”? Me parecería raro que a lo largo del artículo 99 se use “empleos” o “empleados” para referirse a agentes del Ejecutivo y se vuelva a una referencia general a todos los empleos del Estado en el inciso 192, sólo para volver a los “empleados de la Administración” inmediatamente después en el artículo 100. En todo caso, creo que son quienes deseen sostener esta extravagancia quienes tienen la carga de la argumentación al respecto.

Si no pude convencer al lector de que se deriva del texto del art. 99 que el inc. 19 refiere a empleos del Ejecutivo, de todos modos, esperaría que al menos me conceda que hay un margen razonable para ambas lecturas3. ¿Cómo decidir entre estas opciones? ¿Todos los empleos, o sólo los del Ejecutivo? Creo que es aquí donde es indispensable realizar la consideración estructural de la que hablé en mi entrada original: entender que el art. 99 inc. 19 permite el nombramiento de jueces en comisión se da de patadas con el art. 110, que le garantiza estabilidad en el cargo a los jueces de buena conducta. Los empleos judiciales duran mientras dura la buena conducta del juez, y no “hasta el fin de la próxima Legislatura” salvo confirmación del Senado. Optar por la interpretación que da al Presidente la posibilidad de nombramientos judiciales precarios, a quienes todos contemplaríamos -con razón o sin ella- pasar el año entero mirando de reojo al Presidente y al Senado para ganarse su buena voluntad, me parece francamente inconciliable con la independencia judicial.

No nos quedemos en abstracciones: viajemos a la Argentina de 2025. A poco de empezar el año, ingresará a la Corte el recurso extraordinario de la defensa de Cristina Fernández de Kirchner. Si la Corte confirma la condena, la ex presidenta perderá la libertad y no podrá ser candidata a ningún cargo público. Si la revoca, su sola candidatura condicionaría el mapa electoral de oficialismo y oposición. Me es difícil pensar en una decisión con consecuencias políticas más contundentes en el corto plazo (el único, acaso, que le importa a la política realmente existente).

Seamos optimistas e imaginemos que el Presidente no busca asegurarse el voto de su comisionado antes de honrarlo con su nombramiento. Aun en este caso, ¿cómo podrá el hipotético juez votar con tranquilidad de espíritu frente a un Senado que, antes de confirmarlo, estará esperando ansioso su decisión? En esta época exenta de sutilezas, no cuesta nada imaginarse a representantes del oficialismo y la oposición sugiriéndole que “vote bien”, como se le dice usualmente a votar igual que uno. ¿Cómo hará el comisionado para no porotear senadores mientras decide su fallo? ¿Cómo sabremos que su voto no será para el comisionado una más (la más difícil) de las preguntas que debe responder complacientemente en lo que pasaría a ser una audiencia pública ante el Senado extendida por un año?

Seguramente existirán personas lo suficientemente íntegras para que esta tremenda presión no las afecte (y otras tan corruptas como para vender su decisión en cualquier circunstancia). Pero la independencia judicial de la Constitución no es principalmente una virtud personal, sino una calidad institucional. Está pensada para la mayoría de los seres humanos que, al decir de Madison, no son ni ángeles ni demonios y necesitan que se los ayude a no tener que decidir con la Constitución en un costado y un ábaco en el otro.

Espero que se note que el anterior no es un ejemplo particularmente creativo: es el tipo de decisiones que ocurre con cada vez más frecuencia, especialmente en una era de pronunciada judicialización de la política. Si el ejemplo te horroriza, amable lector, tranquilo: es precisamente para estos casos que la Constitución previó en el art. 110 que los jueces duran en sus empleos mientras dura su buena conducta (y no por unos meses salvo acuerdo del Senado). Es por eso, también, que me resulta inconcebible que el nombramiento de jueces en comisión pueda ser constitucional.

La práctica: en este Senado se hacía así

Como dije, creo que la estructura de la Constitución arroja que el art. 99 inc. 19 debe ser interpretado excluyendo a los cargos judiciales. Hasta aquí, he realizado un análisis cercano al textualismo: es la propia estructura de la Constitución la que previene contra jueces de nombramientos precarios. Así y todo, me encuentro con resistencias fundadas en un elemento extratextual: ha habido ocasiones, nos dicen, en las que presidentes argentinos y estadounidenses interpretaron que la cláusula incluye a los jueces, y nadie los contradijo con éxito. ¿Por qué cambiar ahora?

Empezaré por descartar que la práctica de los Estados Unidos tenga algún valor de precedente para definir la nuestra: es cierto que la Constitución de ese país posee una cláusula de redacción similar (no idéntica). Fin de las coincidencias. La “recess appointment clause” se inserta en un sistema de gobernanza y en una idiosincrasia bastante distinta de la argentina: la elección del Presidente es diferente, el receso legislativo es diferente, la práctica del acuerdo senatorial es diferente, la función de los jueces es diferente. Esto no significa, por supuesto, que no podamos ilustrarnos sobre el derecho comparado para aprender de él y evitar errores. Pero traer un elemento aislado de un sistema extranjero y pretender dotarlo de autoridad en el nuestro es como trasplantar un carburador en una vaca y esperar que la ayude a digerir4.

Me queda por pensar, entonces, en el valor actual de la antigua práctica argentina.

Debo comenzar por confesar cierta perplejidad ante la complejidad teórica del asunto, como suelen hacer casi ritualmente quienes estudian los aspectos iusfilosóficos de la costumbre: si el derecho son órdenes del soberano, se preguntaba Austin, ¿cómo puede ser que las actividades de los particulares generen derecho? El problema de “la fuerza normativa de lo fáctico” es un problema complejo para el que no pretenderé tener una respuesta satisfactoria. Tampoco he leído -hasta ahora- una defensa del valor de la práctica de los nombramientos judiciales en comisión que se haga cargo de esta complejidad.

En mi texto anterior, paralizado ante la dificultad del asunto, me refugié en una cita de Henry Hart sobre el mismo tema cuando se opuso al nombramiento en comisión del juez Warren en los Estados Unidos: “una práctica ocasional, sostenida por meras suposiciones, no puede zanjar una cuestión básica de principio constitucional”. Sigo coincidiendo con Hart. Creo que el análisis del apartado anterior alcanza para invalidar una práctica contraria al texto, si es que ésta existiera. Además, el análisis textual que realicé se volvió posible después de la reforma de 1994 (antes el entonces art. 86 sí diferenciaba entre “empleados” y “empleados de la Administración”). Es decir: tal vez el texto de la reforma de 1860 demandara la posibilidad de los nombramientos judiciales en comisión; el de hoy ya no lo hace.

No puedo ahora exponer acabadamente los contornos del valor de la práctica para la interpretación del derecho constitucional. Sin embargo, me permitiré realizar algunas consideraciones parciales que tal vez arrojen alguna luz sobre el problema.

En primer lugar, creo que es claro que la mera interpretación expansiva de las propias competencias no puede establecer, por sí misma, una costumbre en sentido relevante. “En este juzgado lo hacemos así” no puede ser una fuente válida de autoridad; “el presidente siempre lo hizo así” tampoco (salvo, claro, que esta norma pretenda usarse contra el juzgado o el presidente). Para que se establezca una costumbre en sentido relevante hace falta aceptar una restricción a la propia conducta por cierto sentido de obligación jurídica (la llamada opinio juris en derecho internacional). Así, haría falta saber si el Senado aceptaba estos nombramientos con consciencia de su obligatoriedad o por mera coincidencia política circunstancial. Confieso que no he estudiado los antecedentes en detalle, pero sí puedo observar fácilmente que todos los nombramientos de jueces de la Corte Suprema en comisión fueron realizados durante el periodo de hegemonía conservadora, anterior incluso a la Ley Sáenz Peña, en los que la mayoría (si no la unanimidad) del Senado pertenecía al partido de gobierno. No me parece plausible reconstruir su aquiescencia como resultado de la consciencia de su obligación más que como mero seguidismo del presidente de su partido.

La segunda consideración es que las costumbres caen en desuetudo5. El último nombramiento de un juez de la Corte Suprema en comisión se realizó hace más de cien años. Desde entonces, hubo innumerables ocasiones en las que habría resultado conveniente nombrar jueces supremos en comisión, sea porque el presidente acababa de asumir después de una dictadura militar (Alfonsín), porque se habían generado varias vacantes simultáneas producto de una ampliación (Frondizi, Menem) o un juicio político (Perón, Kirchner), o porque las resistencias políticas impedían concretar los nombramientos (Fernández de Kirchner, Fernández). Ninguno de estos presidentes optó por el nombramiento en comisión, contra lo que habría podido parecer conveniente. ¿Cómo podemos saber que no lo hicieron por mero cálculo político y no porque desarrollaron una costumbre contraria, es decir, la de interpretar que la facultad de nombrar funcionarios en comisión no abarcaba a los jueces? Incluso si no hubiera sido así, ¿la costumbre decimonónica nos sigue atando cien años después de su abandono? Me cuesta entender por qué.

La tercera razón, de todos modos, es la que me parece determinante. Incluso si diéramos a la facultad de nombrar jueces en comisión el valor de una “costumbre interpretativa”, sea lo que eso signifique, esta interpretación no es del entonces art. 86 inc. 22 (actual art. 99 inc. 19) como cláusula aislada, sino de su aplicación en el sistema institucional argentino. Y en 1994 la estructura constitucional argentina, y específicamente la relación entre los departamentos del gobierno federal, cambió de modo radical. ¿Estamos hablando de los nombramientos de jueces por el Presidente sin acuerdo del Senado durante el receso? Pues bien: desde 1994, tenemos otro Presidente, otro Senado, otros jueces y otro receso. Si estamos interpretando una práctica, no tenemos más remedio que hacerlo desde la perspectiva de sus participantes, y estas perspectivas sólo pueden estar inscriptas en un medio institucional específico. La reforma de 1994 no pudo modificar el inciso sobre nombramientos en comisión (que no estaba habilitado para su modificación por la Convención6) pero sí hizo lo que pudo: cambiar el contexto en el que éste debe ser interpretado.

Al momento de regular la designación de jueces, la Convención Constituyente optó por asegurarse -en la medida de lo posible y dentro de sus facultades, claro- la idoneidad de los nombrados. Esto, según todos los relatos, fue una reacción a una política de nombramientos judiciales considerada irresponsable durante el primer mandato del presidente Carlos Menem. Así, para los jueces inferiores se estableció un régimen de concursos de oposición y antecedentes que garantizaría un mínimo de idoneidad técnica y, de paso, complicaría el nombramiento de jueces adictos. Para los jueces de la Corte, en cambio, se evitó el sistema de concursos pero se agregó el requisito de los dos tercios del Senado. Recordemos que, simultáneamente, se había garantizado (a través del sistema electoral) que la oposición política tendría siempre por lo menos un tercio del Senado. Así, para los jueces de la Corte, el visto bueno de parte de la oposición hacía las veces de control de idoneidad, similar al de los concursos de los jueces inferiores. Esto fue explícito en el seno de la Convención:

“Estos dos tercios para el acuerdo en el Senado, unido a la introducción del tercer senador significa que ningún partido político tendrá exclusividad en la designación de los miembros de la Corte Suprema de Justicia. Deberá haber consenso y naturalmente ese acuerdo se orientará al mejor candidato, al más idóneo… Y para ir profundizando esta democracia, ese acuerdo se otorgará en sesión pública, donde se discutan las condiciones personales, morales, intelectuales y científicas del candidato. No caben dudas de que en pocos años más tendremos una Corte de lujo7.

Así, no es casualidad que el único intento de nombrar jueces en comisión desde la reforma de 1994 (también el único intento de la historia de nombrar jueces supremos en comisión con un Senado de sustancial presencia opositora) haya sido frustrado. Alcanza con leer los diarios de la época para ver que los senadores que se opusieron en aquel momento no lo hicieron únicamente por disentir con los nombres propuestos (de hecho, ambos candidatos luego alcanzaron holgadamente las mayorías requeridas), sino por considerar que el nombramiento en comisión era inconstitucional. La cuestión de qué materiales cuentan al momento de interpretar una práctica es compleja, pero tengo al respecto una intuición relativamente fuerte: el consciente rechazo político de los nombramientos en comisión de 2015 debe pesar más que la tácita aquiescencia del Senado oficialista de 1879.

La emergencia: alguien se tiene que hacer cargo

Finalmente, suele advertirse que -de no obtenerse pronto el acuerdo del Senado para los candidatos actuales- la Corte quedaría integrada, a partir del 29 de diciembre, con solamente tres miembros, y que eso sería un motivo para habilitar el nombramiento a través del inc. 19, así sea de modo excepcional. Por supuesto, la Corte puede formar mayoría con tres miembros y tiene mecanismos para tomar decisiones en caso de bloqueo, como el llamado de conjueces. Además, ya ha habido ocasiones en las que la Corte ha estado integrada por tres miembros durante bastante más que un mes (enero no cuenta), y aquí estamos. De todos modos, creo que esta crítica yerra al blanco por motivos conceptuales más que empíricos.

Creo que es evidente que una situación de relativa emergencia no alcanza para que un poder se arrogue las facultades de otro, especialmente si ese poder no está impedido de actuar. Pensemos otro ejemplo. La situación de las vacantes en tribunales inferiores es, creo, de una gravedad relativamente reconocida. El Presidente, a casi un año de asumir, no ha enviado ni un pliego para cubrir esos cargos. ¿Esto habilita al Senado a elegir por sí mismo a cuál de los ternados prestarle el acuerdo? Es evidente que no. Del mismo modo, si tengo razón en que el art. 99 inc. 19 no da al Presidente la facultad de nombrar jueces en comisión, no pasaría a tenerla porque la Corte esté circunstancialmente integrada por tres miembros. Creo que esto basta para concluir el punto. Lo que el Senado non da, el Presidente non presta8.

Sin embargo, deseo notar que creo que el argumento de la emergencia estaría equivocado incluso si yo no tuviera razón sobre el alcance del art. 99 inc. 19. La cláusula en cuestión habilita al Presidente a actuar de modo excepcional ante un tipo específico de inacción del Senado: que la vacante haya aparecido durante el receso legislativo9. Si el Senado ha tenido tiempo de examinar los pliegos y ha demorado su tratamiento (sea porque no encuentra a los candidatos idóneos para el cargo y no desea someterlos al escarnio de un rechazo, sea porque no consigue las mayorías necesarias ni siquiera para sesionar, sea porque se encuentra negociando los nombres), el inciso 19 deviene inaplicable. El nombramiento en comisión existe para suplir un Senado que no está, no para suplir uno que está pero no hace lo que uno querría10.

Existe otro punto: justamente porque el nombramiento en comisión es excepcional, la Constitución exige (sin ninguna ambigüedad) que la vacante haya “ocurrido durante” el receso legislativo. No hay margen para interpretar otra cosa, por más que alguna vez se lo haya hecho11. En este caso, es indiscutible que la vacante e Highton de Nolasco apareció durante el periodo de sesiones ordinarias. Además, si bien la vacante de Maqueda aparecerá durante el receso, es el propio Ejecutivo el que ha interpretado que puede llenar vacantes que se producirán con “certeza12, lo que ha intentado enviando el pliego correspondiente con anticipación. Sería contradictorio con ese envío anticipado sostener que se vio obligado a nombrar a un juez en comisión debido a la súbita aparición veraniega de la vacante.

Si al Poder Ejecutivo le parece grave que existan vacantes en la Corte, tiene una herramienta a disposición: negociar con el Senado hasta encontrar nombres que sean aceptables para dos terceras partes de sus miembros. Si este consenso es difícil o imposible, habrá que esperar a que cambien las mayorías o el Presidente. Mantener a una Corte nombrada por decreto simple no puede ser una válvula de escape para la falta de consensos - precisamente los consensos que la Constitución obliga a buscar.


  1. Alguien podría decirme que para llegar a la conclusión de que los “empleados” del inc. 7º son los empleados del Ejecutivo utiliza el razonamiento “noscitur a socii” (“es conocido por sus asociados”). Así, dado que la enumeración del inciso (embajadores, ministros, etc.) refiere únicamente a empleados del Ejecutivo, los “empleados” del final también deberán serlo. Quien me argumentara esto, sin embargo, caería en una petición de principio: si va a recurrir a la regla noscitur a socii es porque previamente consideró que la palabra “empleados” por sí sola no alcazaba para dirimir la cuestión y hacía falta recurrir a algún método interpretativo para delimitar su alcance. Es exactamente lo mismo, como veremos, lo que ocurre en el inc. 19. ↩︎

  2. Alguien podría decirme que el inc. 19 delimita su campo de aplicación al no hablar solamente de “empleos” sino al calificarlo diciendo “empleos que requieren el acuerdo del Senado”. No creo que sea correcto: el inc. 7º tiene dos calificaciones, una explícita (que no tengan otro mecanismo de nombramiento en la Constitución) y una implícita (que sean empleados del Ejecutivo). No veo en qué se diferenciaría esto del inc. 19. ↩︎

  3. Añado aquí otra consideración textual. Para los jueces se requiere algo más que el mero acuerdo del Senado. Se requiere un acuerdo del Senado “en sesión pública” y con otros aditamentos: en el caso de los jueces inferiores, haber sido ternado por el Consejo de la Magistratura, en el caso de los jueces de la Corte Suprema, que el acuerdo se obtenga con dos tercios de los miembros presentes del Senado y que la sesión sea “convocada al efecto”. A diferencia del art. 86 de la Constitución de 1860, que poseía un solo tipo de acuerdo, el actual art. 99, entonces, posee dos tipos de acuerdo: el “acuerdo” de los incs. 7º y 13, y el -llamémoslo- “acuerdo plus” del inc. 4º. Así, me resulta plausible una interpretación que asuma que “el acuerdo del Senado” del inc. 19 se refiere únicamente al acuerdo “simple” del Senado (el único que existía en la Constitución de 1860 de la que proviene el inc. 19) y no a los “acuerdos plus”, con los que la reforma de 1994 buscó fortalecer el control sobre los nombramientos judiciales. ↩︎

  4. Sí, ya sé que la cláusula norteamericana fue la inspiradora de la argentina. Nada cambia: al inspirarse en un texto de otro país para redactar una norma uno no se compromete también a dotar de autoridad la práctica anterior de ese país y, muchísimo menos, la posterior. De hecho, si esto fuera así, también nos habríamos comprometido a adoptar la más persistente práctica del derecho constitucional estadounidense: su militante desinterés por todo lo que ocurre en otros países para interpretar el derecho propio. ↩︎

  5. Una analogía con el derecho internacional (principal ámbito de aplicación del derecho consuetudinario) resulta iluminadora: las normas consuetudinarias pueden caer en desuetudo, especialmente cuando cambian las circunstancias en las que la norma se desarrolló (según la entrada “Desuetudo” de la Enciclopedia de Derecho Internacional del Instituto Max Planck). ↩︎

  6. El artículo 2º de la Ley 24.309 enumeraba los artículos e incisos que podría modificar la Convención Constituyente, y el art. 86 inc. 22 no se encontraba dentro de esta extensa lista. El art. 3º permitía incorporar un inciso al art. 86 únicamente para requerir acuerdo del Senado para las autoridades del Banco Central y órganos de control, lo que finalmente no se hizo. Esta limitación no obstó a que la Convención introdujera una modificación meramente gramatical. ↩︎

  7. Convencional De la Rúa (UCR - Capital Federal), en Diario de Sesiones de la Convención Nacional Constituyente, 19ª Reunión - 3ª Sesión Ordinaria (Continuación) 28 de julio de 1994, pág. 2442. ↩︎

  8. Por supuesto, no estoy pensando aquí en situaciones del tipo “holocausto nuclear”. En situaciones de este tipo, la Corte Suprema en Peralta admitió facultades extraordinarias del Presidente que de otro modo no tendría, pero no las apoyó en la relectura de uno u otro inciso sino en la naturaleza misma de la emergencia. Dejo la pregunta de qué podría hacer el presidente con la Corte Suprema o el Congreso en un caso de este tipo para el aciago día en que sea necesario respondérselo. Por ahora, cabe simplemente destacar lo obvio: no estamos en un holocausto nuclear ni nada por el estilo, el Senado puede prestar acuerdo si lo desea y, en todo caso, será la ciudadanía la que le impute el costo de tener una Corte Suprema que no funciona. ↩︎

  9. Agradezco a Patricio Nazareno este argumento (y, ya que estoy, le agradezco también una larga discusión sobre todos estos temas que me ayudó a aclarar mi pensamiento al respecto). ↩︎

  10. Si se me permite una analogía, esto es similar a lo que ocurre con los decretos de necesidad y urgencia: la necesidad no puede estar dada simplemente porque el Congreso tiene una opinión diferente a la del Presidente. Si el Congreso pudo reunirse, y decidió algo que al Presidente no le gustó, éste no puede emitir un DNU para combatir la decisión del Congreso. Del mismo modo, el Presidente no puede nombrar en comisión a los candidatos que encuentran la resistencia del Senado con el argumento, precisamente, de que el Senado los resiste. ↩︎

  11. He desarrollado este punto más ampliamente en mi entrada anterior↩︎

  12. Decreto 267/2024. Agradezco a una lectora que me recordó este punto. ↩︎